Polvo de nieve
Sacudió un cuervo
polvo de nieve
desde un abeto
en mí y fue leve
mi corazón
y algo de un día
salvó que yo
ya maldecía.
Hay algo cómico en la estampa que dibuja el poema de Robert Frost: el polvo de nieve tiene algo de harina. Uno ve la sorpresa del transeunte que, justo en el momento en que pasa bajo la copa del árbol, siente la súbita nevada y oye el graznido burlón (otros imaginarán al personaje del poema sentado en una banca o charlando de pie con alguien) y luego, como a él, a uno mismo la sorpresa le hace gracia —en el mejor sentido de la expresión—. En la sonrisa que el baño de nieve enciende en el poeta y el lector hay una iluminación, acaso no tan extrema pero tampoco del todo distinta de la iluminación a la que se refiere Yeats en un poema que tradujo, con libre mano maestra, Octavio Paz:
Cincuenta años cumplidos y pasados.
Perdido entre el gentío de una tienda,
me senté, solitario, a una mesa,
un libro abierto sobre el mármol falso,
viendo sin ver las idas y venidas
del torrente. De pronto, una descarga
cayó sobre mi cuerpo, gracia rápida,
y por veinte minutos fui una llama:
ya, bendito, podía bendecir.
Observo que Yeats dice “una descarga cayó sobre mi cuerpo” sólo en la versión de Paz. La frase no traduce literalmente “my body of a sudden blazed” y, sobre todo, en español se pierden las aliteraciones (blazed/blessed/bless) que ligan ese verso con el último del poema, pero la imagen está perfectamente lograda y produce el mismo efecto. Paz prescinde además de la mención de Londres y de la copa vacía, que no son esenciales. No me he tomado mayores libertades con Dust of Snow, aunque alguna sí, a conciencia.
La gracia del poema de Frost está en la rapidez del trazo, la brevedad del metro, la fortuna de las rimas que acentúan el contraste: negro del cuervo y blanco de la nieve, plenitud del corazón y brevedad del tiempo redimido. Esa nieve que cambia el humor del poeta recuerda la que aligera la sombrilla de Kikaku, el discípulo de Bashô:
我がものと思えば軽し傘の雪
waga mono to omoeba karushi kasa no yuki
que podría traducirse así:
Pienso que es mía
y es más leve: la nieve
de mi sombrilla.
Hay varias versiones del original. En una, en lugar de karushi (ligera) se lee yoroshi (buena); en otra, las dos sílabas de kasa se leen no como “sombrilla” sino como “sombrero de paja” —y esta debe ser la primera, si es cierto que el poema está inspirado en una estampa en que el poeta chino Su Tung Po aparece con el sombrero cargado de nieve. Pero el sentido es el mismo. En la época de Edo se decía que las cosas que uno deseaba eran “nieve en la sombrilla”.
El cuervo que provoca la caída de la nieve aliviadora me remite a la tradición poética china, en la que el cuervo dorado era una metáfora convencional del sol. De ahí llega a un poema del Príncipe Otsu (662-687) recogido en el Kaifuso (primera antología de poesía japonesa escrita en chino, que se inicia precisamente con Otsu) y famoso como uno de los primeros ejemplos de jisei (poesía escrita a las puertas de la muerte):
Ante la muerte
El cuervo de oro enciende las chozas del oeste.
Ritman la vida efímera tambores del ocaso.
Camino de la tumba no hay ninguna posada.
¿En qué casa podría yo parar esta noche?
El sol, que en el poema de Otsu es de ocaso, está también en el graznido del cuervo que célebremente le abrió la conciencia al monje Ikkyu (1394-1481) cuando meditaba una noche de mayo en una barca, después de una década de buscar la iluminación.
Diez años sin librarme de pensar
y sentir: ira y rabia —hasta ahora.
Un cuervo limpió el polvo con su risa.
Vi el sol en el Palacio de Zhaoyang.
Aunque no hay relación de la vida de Ikkyu que no recoja la anécdota como verídica, es evidente que en el poema tiene un valor simbólico. El graznido del cuervo es la luz que se hace en la alta noche, es el alba en la densa sombra y es la liberación de la rueda de las reencarnaciones. Pero también es literalmente el anuncio del alba, del modo en que el canto del gallo lo es en otras culturas.
El graznido que anuncia el alba está ya en la primera antología de poesía japonesa, Man’yoshu (VII, 1263):
Que llegó el alba,
grazna el cuervo nocturno.
Aquí en el monte,
sobre las altas copas,
todo esta aún en calma.
En el Libro de la Almohada Sei Shōnagon incluye en su lista de «cosas odiosas» —entre el llanto de un bebé que no nos deja escuchar y los ladridos del perro que descubre a un amante furtivo— el clamor estridente de una bandada de cuervos que vuela en torno sin orden ni concierto, batiendo ruidosamente las alas. Pero en la historia mítica de Japón un cuervo aclara la confusión del héroe fundador Kamu-yamato Iware-biko y da rumbo y sentido a su viaje azaroso en busca del lugar en que asentar la capital del reino. Kamu-yamato Iware-biko fue póstumamente Jinmu-Tenno, primer emperador de Japón, y el cuervo que lo condujo a la provincia de Yamato es el Yatagarasu, cuervo de tres patas. El santuario consagrado en Kioto al Yatagarasu, Kamo-mioya-jinja, más conocido como Shimogamo jinja, es el más antiguo de la ciudad. Queda a tiro de piedra.
Inteligente y delicioso encadenamiento poético con las figuras de la nieve y del cuervo. Interesante que éste último tenga más bien mala fama en occidente.