Allá abajo, en la sala de calderas,
la reina icónica, en su piel sitiada,
presa de sus trabajos y sus penas,
con su lechoso canal uterino
sumiéndose y tirando,
exudando y lanzando,
echando huevos,
mientras que su cabeza de niñita
y sus seis piernas cuelgan,
del modo en que las manos
de los obesos mórbidos
cuelgan, mínimos e impotentes,
sus diminutos pies inútiles.
Creció tanto que no cabe en los túneles
y aunque vinieran las hormigas rojas
no podría salir de la mazmorra.
Su pareja, golpeándole la espalda,
se escurre por su abdomen reluciente
para una y otra vez meter el glande
—no quieren más sus feromonas:
colgar pesadamente y dar por culo.
Sus obreros le dan de comer en la boca
y excavan las paredes
para hacer sitio a su perímetro;
cuando muera
van a lamerla.
Más allá, en la ciudad, sus huevos
se incuban en criaderos, sus obreros
se ocupan de jardines y graneros,
mientras cientos de pisos más arriba
la torre de enfriamiento inhala
un aire azul desenclaustrado, el aire
que la Reina cruzó volando
en qué extraño primer sueño de termas
por las que navegaba leve y fácilmente,
de vuelta en la tormenta de termitas
cuando todas tenían alas,
cuando todas con gracia las soltaron
para excavar.
Versión de Aurelio Asiain
El original, aquí.